Resumen
A través de las notas que Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell deja en un cuaderno, Joaquín, un joven estudiante de la Facultad de Derecho de Córdoba, reconstruye, 40 años después, el atentado que se produjo en el despacho de abogados de la calle Atocha de Madrid en enero de 1977, en el que murieron cinco personas: Luis Javier Benavides Orgaz, Francisco Javier Sauquillo Pérez del Arco, Enrique Valdevira Ibáñez, Serafín Holgado de Antonio y Ángel Rodríguez Leal, y resultaron heridas otras cuatro: Miguel Sarabia Gil, Luis Ramos Pardo, Lola González Ruiz y el citado Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell.
Así, en las notas de este cuaderno conoceremos algunos datos de los abogados que sufrieron el atentado, el ambiente que se vivió los días posteriores y, sobre todo, las secuelas físicas y psicológicas de los supervivientes y de otras personas vinculadas al despacho.
Javier Sauquillo, muerto en el atentado, estaba casado con Lola González, que fue herida gravemente en la mandíbula y que tuvo que pasar por muchas operaciones para poder fijar la mandíbula a la cara. Lola había tenido una relación anterior con Enrique Ruano, que fue asesinado por la policía unos años antes, aunque la versión oficial difundió que se había suicidado arrojándose por el patio interior de un edificio. Serafín Holgado era un estudiante de 5.º de Derecho. Ángel Rodríguez Leal era el administrativo del despacho. Estaba en un bar minutos antes del atentado, reunido con Joaquín Navarro y otros sindicalistas, pero volvió a recoger un número de Mundo Obrero que necesitaba para una reunión que tenía al día siguiente. Fue en ese momento cuando entraron los pistoleros. Mejor suerte corrieron otros compañeros que también trabajaban allí, como Manuela Carmena, que trasladó a última hora su reunión a otro despacho de la misma calle Atocha, o Cristina Almeida, que se encontraba en Chile por aquella fechas.
Alejandro transcribe en sus notas que firmó el alta voluntaria doce días después de haber ingresado en el hospital porque recibía anónimos y nadie podía garantizarle su seguridad. Al salir, cambió de domicilio constantemente sin poder volver al suyo. Se enteró también de que había salvado la vida milagrosamente gracias a que el capuchón de un bolígrafo metálico que llevaba prendido en el bolsillo de la camisa (que le había regalado Ángel el mismo día del atentado) desvió la bala dirigida contra él.
Tres años después del atentado se celebró el juicio en una sala repleta de miembros ultraderechistas como Blas Piñar. El juez del caso, Gómez Chaparro, fue denunciado en diversas ocasiones por obstruir la investigación que impedían la práctica de diligencias para desvelar el origen del atentado, sus autores materiales e intelectuales y la identidad de los encubridores de los presuntos asesinos. Al final se condenó a Francisco Albadalejo, secretario provincial del Sindicato Provincial de Transportes, como inductor del asesinato, a Leocadio Jiménez, por suministrar armas, y como autores materiales, a Carlos García Juliá y a José Fernández Cerrá. Un tercer condenado, Fernando Lerdo de Tejada, se había fugado aprovechando un permiso penitenciario concedido por el propio juez Gómez Chaparro. Todavía sigue en paradero desconocido.
Alejandro abandonó definitivamente la abogacía, se dedicó a la escritura y a trabajos esporádicos, volvió a reencontrarse con Elvira, la enfermera que lo atendió en el hospital después del atentado, y acabó siendo profesor de Derecho Político en la Facultad de Córdoba. En el día en el que se cumplen 40 años del atentado, Alejandro es ya el único superviviente. Les recordará a sus alumnos, entre los que se encuentra Joaquín, el homenaje que cada año se celebra en el monumento de Antón Martín.